miércoles, 1 de octubre de 2008

Don Antonio Rodriguez Pedrazuela - En Siglo XXI

DON ANTONIO RODRÍGUEZ PEDRAZUELA


Carroll Ríos crios@sigloxxi.com


Los que tuvimos la dicha de conocerlo, le debemos mucho. ¡Nos enseñó a vivir en positivo! Monseñor Antonio Rodríguez Pedrazuela fue chapín de corazón, inclusive antes del 22 de julio de 1953, día en que llegó a este país, recién ordenado. Era materia dispuesta antes de que San Josemaría Escrivá de Balaguer le preguntara si estaba dispuesto a venir a este rincón del mundo para iniciar la labor del Opus Dei. Quiso a Guatemala antes de rezar una primera Salve frente a la imagen de la Virgen del Cerrito del Carmen, el día después de su llegada. Y la siguió queriendo hasta la madrugada del miércoles 23, cuando su corazón le dio descanso. Murió como vivió, instrumento recio y firme, bueno y fiel, humilde y generoso. El entusiasmo y el gozo que caracterizaron a don Antonio son su mayor legado, aún mayor que las múltiples obras físicas que inició y promovió en Guatemala. Los que tuvimos la dicha de conocer a Don Antonio, le debemos mucho. ¡Nos enseñó a vivir en positivo! Con su ejemplo y sus enseñanzas, nos enseñó a abrazar al mundo y las circunstancias que nos tocaron vivir. No con mera resignación sino con afán de dejar huella. Nos enseñó que lo más importante es amar. Amar a Dios, sabiéndonos hijos suyos. Amar a la pareja, si es que estábamos casados. Solía repetir “uno con una para siempre”, con suave exigencia, recordándonos que Dios da la gracia para salir adelante. Acostumbraba hablar maravillas del esposo a la esposa y viceversa, avivando la llama. Amar a los hijos, reconociéndolos como una feliz bendición, pero también como personitas que debían aprender a ejercer su libertad con responsabilidad. Nos enseñó a educar con naturalidad y sentido común. Amar a nuestros padres, familiares y amigos. Y, además, a amarnos y perdonarnos a nosotros mismos. Aconsejaba recomenzar la lucha con un “¡Tú, ríete de ti mismo!” Nos enseñó a valorar el trabajo, el cual debía hacerse bien, sin excepción, por amor a Dios y a los demás. Sé que como administrador exigió calidad y eficiencia, pero siempre con alegría y comprensión. Le fascinaron Kinal, UNIS, Ixoquí, Junkabal, y todos los otros proyectos que tuvo entre manos. Con plena confianza en Dios, supo ser el aventurero que no se amedrenta por los obstáculos o la modestia de los primeros pasos. Se lanzó mar adentro. El día que falleció abrí al azar la carta encíclica de S.S. Benedicto XVI, Spe Salvi, y con asombro leí: “Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte…sigue siendo una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?...” Por encima de todo nos embarga el sentimiento de la gratitud. Hoy vemos para atrás y reconocemos la inmensa huella que dejó en ésta, su patria adoptiva, mas no cabe la menor duda de que don Antonio está en el Cielo, viendo hacia adelante, visualizando lo que nosotros ni siquiera atisbamos, lo que resta por hacer, y se hará. ¡Gracias, Don Antonio!

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